Vivimos en una sociedad que con frecuencia silencia el vasto lenguaje de las emociones, ese diálogo silente que resuena en cada uno de nosotros.
Los niños, esos seres inocentes y vírgenes de prejuicios, son educados en un sistema que aplaca la efusión emocional, que reprime el llanto y el enfado, y que camufla la tristeza en la risa forzada.
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