Jesús podía amar a los seres humanos, porque los amaba atravesando su capa de lodo. Él no identificaba a las personas con su pecado, sino que los liberaba para devolverles su verdadera personalidad y compartirles el orgullo y gozo de Dios. Y hoy, todos los que estamos en la iglesia necesitamos “ojos sanados por la gracia” para ver el potencial que hay en otros, con la misma gracia que el Señor ha derramado sobre nosotros. Como cristianos estamos llamados a extenderles esa misericordia; a ser portadores de la gracia, y no evitadores del contagio de la impureza.
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