La santidad demanda castigo al pecado; la misericordia insta a que se ame al pecador. Sin embargo con frecuencia pensamos: “Mi Dios me perdona todo a mi, pero el Dios de mi hermano no perdona así de fácil a los otros”. Nos sentimos con derecho a juzgar y criticar a los demás. Vivimos observando sus vidas para no ser sinceros con la nuestra, porque la manera más fácil de justificar los errores de nuestra casa es hallar los de la casa del prójimo. Pero tales artimañas no resultan con Dios. Somos una obra sin terminar. No debemos dictar un veredicto respecto a una pintura mientras el artista todavía tiene en su mano el pincel. Dios nos ha llamado a aborrecer el mal, pero ¡jamás nos ha llamado a que despreciemos al malo!.
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