Cuando dependemos de otras personas para que aprueben y apoyen todo lo que decimos o hacemos, lo más probable es que terminemos temerosos y paralizados en la celda de la mediocridad o la mazmorra del rechazo. Si pasamos los días murmurando: «Nunca voy a distinguirme; no valgo nada», nos estaremos sentenciando a una vida llena de cárcel, sin posibilidad de libertad condicional. Es hora de enfrentar el temor de que no somos importantes. Recordemos que nuestro valor propio no está determinado por el amor ni la aceptación de nadie, excepto los de Dios. ¡Y el amor y la aceptación de Dios, ya están garantizados!
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