En el siglo uno, los fariseos se perdieron de ver al Mesías y los milagros que sucedían a su alrededor porque los cegaba su legalismo, el temor a la ley de los hombres y el celo por cuidar la sana doctrina. Y esa ceguera está afectando hoy a gran parte de la iglesia, que vive atemorizada en las trincheras esperando que el fuego pase, olvidando que el Señor es hoy el mismo aguerrido León de Judá que sigue rugiendo, haciendo milagros y repartiendo bendiciones como ayer. Pero para que los milagros ocurran debemos buscarlos; debemos ir a Su Presencia y orar con fervor, esforzarnos, desafiar los protocolos y bajar hasta el estanque de Siloé. Dejemos nuestro manto de seguridad y la autocompasión atrás y arriesguémonos a caminar en fe. ¡Provoquemos los milagros de una Iglesia con poder!... aunque se ofendan los fariseos.
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